La desigualdad salarial entre los miembros de la pareja, puede convertirse en fuente de conflicto, especialmente si es la mujer la que más aporta a la economía familiar.
Históricamente, el hombre ha estado ligado al rol de proveedor de las necesidades básicas familiares, herencia de épocas prehistóricas donde la fuerza muscular era esencial para la supervivencia (p.ej. a la hora de cazar).
No obstante, el cerebro humano fue evolucionando y adaptándose de manera que, las mismas problemáticas en las que se usaba la energía física, podían ser solucionadas utilizando el intelecto (la típica frase: “más vale mañana que fuerza”). Sin embargo, los condicionantes culturales y sociológicos (p.ej. la religión), encasillaron los papeles femenino y masculino, definiendo con claridad qué se esperaba de un hombre y de una mujer.
Esta concepción social de los deberes conyugales, continúa estando muy intrincada en el imaginario popular. Pese al aumento de los derechos de las mujeres y la reducción social del machismo, nos encontramos con casos paradójicos en los que, hombres sin conductas machistas, saben (racionalmente) que no deberían sentirse así, pero están emocionalmente frustrados porque su pareja gana más que ellos.
Esta inseguridad, les afecta profundamente porque ataca directamente a su autoestima en el papel que consideran más importante: protector del bienestar familiar. La frustración puede llegar a ser tan grande, que la crisis se traslade a otras esferas, como por ejemplo: la sexual.
Es común que estos hombres sean personas cuya autoestima depende en exceso de elementos externos (p.ej. la opinión de los demás o la imagen que proyectan), por lo que el objetivo principal de intervención se encamina a modificar el autoconcepto y a desarrollar la gratificación interna.
Afortunadamente, nuestra experiencia terapéutica nos indica que esta problemática responde con efectividad a la terapia psicológica, necesitando un período breve de intervención, en comparación con otras dificultades vitales.